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El Carnaval en Cochabamba a través del tiempo

Cochabamba vive el carnaval más extenso del país, y también uno de los más populares, siendo una diversa expresión cultural de la riqueza valluna, una mezcla de tradiciones y costumbres de nuestro pasado andino, colonial y republicano en la celebración de esta festividad; también, es el espacio idóneo para los rituales costumbristas, como: la ch’alla, el ch’allaqu, la k’oa, los taquipayanakus y la cacharpaya, que han podido perdurar en el tiempo y amalgamarse con los hábitos que trae el carnaval del siglo XXI.

Según relata el historiador Gustavo Rodríguez Ostria, fueron los españoles quienes introdujeron dos manifestaciones del carnaval, la de las clases altas, que eran celebradas en salones a la manera española y el carnaval popular, festejado en las calles, distinguiéndose ambos por el tipo de música, bailes y comidas.

Aunque no es posible establecer desde cuando se celebra el carnaval en Cochabamba, probablemente y con intermitencias esta festividad esté presente desde el siglo XIV; no obstante, algo que es seguro es que a fines del siglo XVIII existía esta celebración, denominada por entonces “carnestolendas”, que duraba desde el domingo de tentación hasta el miércoles de ceniza, justo cuando comenzaba la Cuaresma.

Esta era una fiesta que iba del campo a la ciudad con picardía y gran variedad de colores, aromas y sabores, y que era recibida en la urbe con igual regocijo; sin embargo, como se mencionó antes, la ciudad de Cochabamba tenía dos tipos prevalecientes de carnaval, ambos con raíces coloniales, pero a lo largo del siglo XIX cada uno de ellos recorrió caminos distintos. En este sentido, los sectores populares vivían esta fiesta entre los elementos burlescos, báquicos y cómicos, heredados de la tradición europea y de las costumbres indígenas vinculadas al ciclo agrario de la región. La calle era el lugar predilecto de los sectores plebeyos, en ella tocaban y danzaban ‘bailecitos de la tierra’, que eran de procedencia peruana, como: ‘moza mala’, de origen negro y la ‘zamacueca’, que era un baile de pareja suelta.

En febrero de 1847, el periódico local “Correo del Interior” describe vívidamente el jolgorio, al que denomina “el carnaval de aldea”; este medio escrito refiere que durante la festividad, los cochabambinos del sector popular, salen a las calles con inusitada alegría, “ostentando toda la gala de vestidos rústicos, trayendo flores y frutas en la cabeza, y danzando al son de un tamboril y una flauta de pastores”, ambos instrumentos imprescindibles para ejecutar los candentes ritmos negros; del mismo modo, la guitarra y el pinkillo también eran usados para expresarse en los bailecitos andinos.

Era la gente indígena o mestiza la que tomaba las calles durante el carnaval, imponiendo su música, sus bailes y sus vestimentas. Por el contrario, los sectores más ricos y poderosos de la ciudad, celebraban dentro de sus casas, tal como lo señala un anónimo cronista de la época: “El carnaval urbano hoy no sale al público; saca apenas las narices de la ventana. Su festín es allá dentro de casa: la hora del banquete es la hora del estallido; antes de terminar la comida se levanta de golpe y como por encanto la comitiva, rompe la música y entonase un coro al divino Baco. Empieza la danza en una rueda entremezclada de hombres y mujeres, asidos todos por las manos y se entabla desde luego un comercio recíproco de cantares al son de una guitarra que gira en torno de la rueda convidando a cada uno de los bardos improvisados.”

Del mismo modo, documentos periodísticos de la época señalan que las clases más adineradas no participaban de las de las fiestas callejeras y no establecían nexos con la plebe. Bailaban y se divertían encerrados, en la seguridad de sus amplias mansiones; por ejemplo, el martes de ch’alla la élite cochabambina se entretenía en sus amplias casas en un juego y contrajuego de ataques y contraataques con agua, talco y perfumes, entre varones y mujeres.

De acuerdo al escritor Alber Quispe, junto a las expresiones rurales también participaban los “máscaras”, sobre todo el día martes cuando el carnaval de las calles expresaba todo su esplendor, para lo cual no era necesario el uso de máscaras al estilo del carnaval de Venecia, sino sencillos colorines de almidón encarnados en las caras de los “hijos del carnaval”; esto era acompañado de un disfraz de vestidos blancos de una fabricación especial, con sacos de inmensa capacidad  que estaban llenos de botellas de agua de colonia o de lavanda, cohetillos montados en balitas de cazar avestruces y huevos llenos de almidón y aguas olorosas; en fin, los “mascaritas” eran máquinas de guerra ambulantes. Éstos recorrían las calles de la ciudad, juntados en grupos ondeantes, solo deteniéndose en los balcones de las señoritas para arremeter con descargas de sus diferentes ingredientes, en particular huevos con perfume, municiones que muchas veces ocasionaba serios incidentes; en respuesta, las jovencitas devolvían el ataque con similares pertrechos.

A la par de estos combates carnavaleros, las “ruedas mui populares” abundaban en las calles, que eran hábiles insultos rimados, y que no tenían un destinatario preciso, de modo que le podía llegar a cualquier persona, ya sea ésta un juez o el mismísimo alcalde.

El prestigioso médico Julio Rodríguez, escribió acerca de los carnavales de la época, criticando las manifestaciones festivas populares: “Nuestros abuelos pasaban el carnaval con las grotescas escenas de una plebe que cantaba y bailaba en la calle, embriagada de placer, de lucro y desvergüenza”.  Asimismo, describió el carnaval de las familias aristocráticas, que, según narra, iniciaba recién en las noches, cuando acababa el ruido en las calles: “Reunidos en pequeñas tertulias donde se bailaba la majestuosa contradanza, el elegante minué, se pintaban las caras con un poco de almidón perfumado; derramábase confites; se tomaba chocolate; se agitaban en un momento más al compás del “londú”, del “chambé”, del “gato mis mis” y del “aylumbé”, dándose de la noche el ósculo de paz para ir a descansar.”

En las calles las máscaras y los disfrazados eran de uso frecuente, tal como lo fueron en el carnaval medieval, aunque en el valle las caretas de la plebe eran más sencillas, usadas especialmente por los jóvenes, puesto que la máscara y el disfraz les sirven para ocultar, para evadir y estar a salvo de las miradas indiscretas y acusadoras. En este sentido, los “señoritos” de clase alta podían, de esta manera, cometer desmanes y desenfrenos, típicos de las celebraciones del carnaval, gozando del anonimato. En cambio, los plebeyos cochabambinos, también conocidos como sastres, se presentaban como si fueran otros, adquiriendo un nivel social que normalmente no es el suyo, y así, aproximarse a los poderosos, a los ricos hacendados y comerciantes, sin ser reconocidos.

Estas manifestaciones poco controladas constituían lo fundamental de los festejos carnavaleros de mediados del siglo XIX; si bien en ese periodo apenas se usaban técnicas rústicas para cubrir el rostro a efecto de actuar en anonimato, el uso de máscaras fue un creciente recurso que utilizaron algunos sectores de la sociedad, para permitirse ciertas licencias solo posibles en este periodo del año. Las máscaras llegaron a ser para las élites cochabambinas objetos altamente temerarios, porque según veían ellos eran peligrosas para la seguridad del individuo y pernicioso para la moral en aquellos días de confusión, por lo cual exigieron a las autoridades la prohibición absoluta de los disfraces, algo que era imposible porque el carnaval era una de las fiestas más esperadas y celebradas del ciclo festivo de Cochabamba.

Con los años se realizaron algunas acciones para controlar a la muchedumbre durante la festividad; es así que un paso importante para regular el carnaval y cortar en la fiesta la presencia de los sectores populares se dio en 1876, cuando en ocasión del baile de máscaras en el Teatro Achá quedó controlada la asistencia por parte de una comisión municipal, esto para garantizar la “honorabilidad” de los danzantes, evitar la confusión social y sobre todo preservar el pudor de las muchachas de “alta sociedad”. Esta medida municipal creaba un espacio cerrado evitando mezclas no deseadas, puesto que la máscara permitía a la plebe escapar de su situación social en desventaja y mezclarse con la “gente bien”.

A mediados del siglo XIX, la plebe se retiró a divertirse a las campiñas aledañas, cuyo repliegue abrió espacio festivo para los sectores tradicionales. Según relata Rodríguez Ostria, apuestos jóvenes se lanzaron a las calles a guerrear con cascarones de huevos y cohetillos. También cambiaron los bailes nocturnos, fue abolido el chocolate, dando paso a exquisitos vinos y al suculento ponche; el minué y el “londú” fueron reemplazados por las cuadrillas y las polkas, confirmando la admiración por la cultura europea, especialmente la francesa.

El carnaval cochabambino segregaba y excluía cada vez más, ahora los sectores dominantes habían ganado las calles en la festividad, bailaban en ellas y a la par ofrecían sus amplias casas de tres patios como territorios abiertos, donde los invitados podían ingresar libremente y recibir una grata acogida, que se iniciaba con un bautizo de agua. Luego los anfitriones invitaban bebidas como el guarapo e incluso fina chicha, especialmente elaborada para la ocasión con maíz seleccionado, acompañando esto con el tradicional puchero o thimpu.

De esta manera, el antiguo carnaval de raíz plebeya y de origen colonial, quedaba gradualmente confinado a la periferia más pobre de la ciudad, a los barrios populares de Las Cuadras, Jaihuayco o Cala Cala; se llevaba a cabo un festejo al ritmo de bailecitos y cuecas, interpretado por acordeones, guitarras, charangos, mandolinas, quenas y “rasca-rasca”. También ch’allaban la festividad con chicha, proveniente del Valle Alto como Cliza y Punata.

Después de la Guerra del Pacífico la élite cochabambina se tornó más ilustrada y extranjerizante, le pesaba toda manifestación popular, ya sea festiva, culinaria o musical, puesto que le atribuía la derrota bélica y el fracaso de no ser Bolivia una nación moderna. Por consiguiente, buscaban ensayar nuevas fórmulas de vida y pensamiento, aferrándose a la idea de construir una nación boliviana anclada en el trabajo, la tecnología y la honra de los símbolos patrios, en cuyo modelo de sociedad no encajaba el carnaval, por lo cual las sugerencias no se dejaron esperar. El matutino “El Heraldo” en 1887 sugirió trasladar el carnaval al 6 de agosto; otro matutino denominado “ La Unión” afirmó que la municipalidad debería hacer todo lo posible para llevar a cabo un cambio radical, refiriendo que se debería enseñar al pueblo a conocer y respetar las glorias pasadas, puesto que el carnaval no recuerda nada y es perjudicial para Cochabamba.

Las propuestas no encontraron acogida, porque el carnaval tenía muchos devotos; sin embargo, se introdujeron cambios para conservar la fiesta, que al mismo tiempo la modernizaran y regularan, aproximándola al modelo cultural más reconocido e imitado en aquella época, el europeo. En este sentido, se resolvió mantener el carnaval, transformándola en una festividad más aceptable a los requerimientos; es así que la ciudad podía divertirse en carnestolendas, pero con ciertos límites y ornamentos aceptados.

De tal manera, de acuerdo a los requisitos de la rutina y la cultura de la modernidad, quién mejor que un europeo para coadyuvar en los cambios del carnaval valluno, siendo el empresario cervecero alemán, residente de la ciudad, Adolfo Schultze, quien introdujo en 1887 por primera vez una “entrada” carnavalera a la usanza germana, siendo el modelo el carnaval de Venecia y el que se realizaba en Colonia, Mainz y Dusseldorf. La primera entrada partió de la Pampa de las Carreras, hoy Plaza San Sebastián y Aroma, llegando a ser totalmente un éxito, con variedad de disfraces, con lujo y gracia.

En 1898, se dio un paso más al consolidarse, con auspicio municipal, el “Corso de las Flores”, en cuya entrada participaron por primera vez los carros alegóricos, lo que le otorgó un tono majestuoso al carnaval valluno, muy distinto al desorden de la plebe y al aburrido encierro de la élite. Posteriormente, en 1904 los niños pudieron ser parte del Corso, brindando mayor alegría y colorido a la festividad. Los protagonistas de la nueva fiesta fueron los sectores de la élite, siendo ellos los que vivían y se regocijaban con el dios Momo; en cambio el “bajo pueblo” simplemente observaba las rondas carnavalescas en la Plaza 14 de Septiembre, habiendo sido transformado de protagonista y actor a únicamente espectador. El recorrido comenzaba el día domingo de carnaval en la plaza Colón y culminaba en la Plaza Principal, en cuyo trayecto hombres y mujeres daban vueltas en carruajes muy adornados, jalados por engalanados caballos y en medio de nubes multicolores de flores y mixturas.

Sin embargo, el juego con agua en las calles aún tenía un peligroso protagonista, puesto que todavía sobrevivía la costumbre de las guerras de cascarones de huevo, con cuya práctica más de uno había perdido un ojo por el desafortunado impacto de un proyectil. Tal como señala la investigadora Rosa Elena Novillo, el tradicional “Juego de Cascarones” consistía en arrojar cáscaras de huevo, reunidas desde Todos Santos o acumuladas por las sillpancheras, las cuales eran llenadas con agua de Cananga, colores y perfumes, y sellados con pedazos de tocuyo y engrudo; una costumbre que fue desapareciendo después de la Guerra del Chaco, puesto que poco a poco los cascarones son sustituidos por los globos para agua hechos de látex, siendo éste uno de los cambios más sustanciales de aquellos años, puesto que después el carnaval se mantuvo igual, con los mismos moldes modernistas.

El Corso de la Flores fue decayendo con los años, ya no se mostraba tan esplendoroso como en sus inicios, por la falta de originalidad en los carros alegóricos y la poca participación de comparseros; no obstante, la entrada aún tenía como protagonistas al selecto grupo de jóvenes y señoritas de la sociedad, aunque de vez en cuando ingresaban cuadrillas de campesinos con su propio grupo de música entonando alegres bailecitos y huayños. Asimismo, las fiestas en locales cerrados seguían teniendo una clara disgregación social; la élite se reunía en lugares como el Teatro Achá o en el Club Social, mientras que la plebe festejaba en lugares como los mercados, principalmente el día Martes de Ch’alla, celebrado con derroche de alegría, serpentinas, cohetillos y puchero, acompañado de los viejos tonos de cueca y huayño.

La Revolución Nacional de 1952, introdujo una nueva concepción de nación, basada en el reconocimiento de los valores culturales mestizos y populares, pero cuya influencia no llegó inmediatamente al carnaval cochabambino, que siguió desenvolviéndose como una fiesta centrada en las élites.

El Corso de las Flores dejó su ritual de vueltas en la Plaza 14 de Septiembre y se trasladó a El Prado, cuyo cambió obedeció al temor del MNR, partido de gobierno, a que la juventud opositora utilizara la oportunidad para tomar la Prefectura. Los adornados carruajes fueron reemplazados por el baile de comparsas, quienes preferían la música brasileña y la cruceña de taquiraris. Otro cambio importante fue la consolidación del Corso Infantil, disponiendo los niños de un espacio propio para adentrarse a temprana edad en los rituales de la festividad, quienes cambiaron de alguna forma el modo de ver esta fiesta, porque como una situación inédita se pudo ver a niñas vestidas de cholitas y niños con atuendos de campesinos.

Los globos de látex finalmente lograron consolidarse, cuya gama multicolor otorgó una nueva tonalidad a la “mojazón”; del mismo modo, hicieron su aparición las pistolas de agua, los baldes y los chisguetes hechizos de hoja lata, que completaban el nuevo atuendo carnavalero.

Sin embargo, el entusiasmo de las comparsas y el juego con agua no eran suficientes para devolver a esta fiesta su anterior presencia; en ese sentido, en 1965 para darle un impulso al carnaval, la Cámara Junior promovió la elección de la Reina del Carnaval, algo nuevo en esta festividad, solo teniendo dos antecedentes parecidos, uno en el siglo XIX al ser elegido el “Príncipe” y el otro a principios del siglo XX con la designación de una “Princesa”.

En 1970 la Radio San Rafael y la Alcaldía del Cercado organizaron el primer festival de Taquipayanakus, que es un contrapunteo de coplas picantes en quechua y castellano entre comparsas, que fue llevado a cabo en el estadio Félix Capriles el sábado de tentación. Con esto la celebración trasladaba la picardía campesina a los ojos de la ciudad, que iba perdiendo sus rasgos rurales a medida que la mancha urbana crecía y su población aumentaba.

Pero a pesar de todos los esfuerzos parecía que la crisis del carnaval era imparable, por lo que en 1974 se ensayó otra propuesta para salvarlo, al crearse el “Corso de Corsos” por parte de la tradicional y reconocida Radio Centro; todo esto fue para darle vida al carnaval, eran pocas agrupaciones pero había mucho entusiasmo; estaban presentes tradicionales comparsas como los Jets y Always. Al año siguiente participaron por primera vez los soldados de las distintas unidades militares, algo que reavivó el carnaval cochala y le proporcionó al Corso una masa segura de participantes , dándole una prestancia masculina a la entrada, siendo la figura femenina caricaturizada por los soldados, principalmente a través de sátiras hacia las señoritas del Liceo “Bolivia”

En la década de 1990, a partir del trabajo del Departamento de Etnografía de la Casa de la Cultura dependiente de la Alcaldía Municipal, se recuperan varias tradiciones del carnaval “tradicional” y se consolida de manera definitiva el Corso de Corsos. La sonoridad de la concertina criolla reaparece en manos de viejos maestros; la presencia femenina resurge nuevamente en la poderosa reaparición de la comida valluna, en el desafío cantado de los taquipayanakus y en las distintas fraternidades, donde destaca por su belleza.

Con los años el carnaval cochabambino tuvo algunas otras regulaciones, como el uso controlado del agua, para evitar que el líquido elemento sea malgastado en la fiesta; también fueron prohibidos los globos cargados con agua y la venta de éstos, aunque pueden seguir siendo usados para adornar las casas y negocios; además, se controló el uso de espumas, teniendo en cuenta que existen varias dañinas para la salud.

Hoy en día el Carnaval de Cochabamba, gracias a iniciativas particulares, ha logrado unificar expresiones culturales que han dejado atrás las exclusiones pasadas para convertirse en una festividad que aglutina las diferentes expresiones carnavaleras, no solo de nuestra región, sino también del país y de distintas partes de Latinoamérica, teniendo ahora la denominación de  “Carnaval de la Concordia”, porque es el sentido de armonía e integración que lo caracteriza.

Cada vez más el Carnaval de Cochabamba va ganando protagonismo, frente a los carnavales tradicionales de Oruro y de Santa Cruz. El Corso de Corsos es una manifestación fraterna de todos los bolivianos, con la participación de agrupaciones folklóricas de la Universidad de San Simón y otras que han logrado posicionarse en la cultura regional y nacional, como últimamente lo ha estado haciendo el Salay, en una festividad a la que se le resistía incluir elementos folklóricos, y que ahora es parte de la identidad cultural de todos los bolivianos.

Redacción: Lic. Mario Alberto Quiroz Rivero

Ilustraciones: Al Tadic

Fotografías: Rodolfo Torrico Zamudio

Bibliografía:

  • RODRÍGUEZ OSTRIA, Gustavo. “Siglo & medio del carnaval de Cochabamba”. H. Alcaldía Municipal de Cochabamba. 2007.
  • QUISPE ESCOBAR, Alber. “Ciudad en Fiesta”. Gobierno Autónomo Municipal de Cochabamba. 2016.
  • “Historias y Leyendas de Cochabamba”.